Claro que la cosecha era más que suficiente
para pasar, bien administrado, varios meses bien por más que se atrasara el
sueldo proveniente de la capital por dos o tres meses, lo que efectivamente
acontecía, al igual que los pobres y hambrientos maestros de las escuelas. Un
detalle menor: el tren ganadero arribaba al pueblo todos los miércoles, razón
por la cual “su” cosecha personal era cuantiosa y se encontraba perfectamente
“blindado” para toda clase de emergencias. Después lo destinaron a Tolar Grande,
pequeña población andina vecina del famoso salar Arizaro. Panduro pasó del
infierno del calor de Embarcación, al reino del frío. Siempre comentaba “teníamos que evitar el contrabando”. ¿Y
cómo actuaban ustedes? “Y bueno,
mirábamos para otro lado, pero “recibiendo, recibiendo” siempre”. Con varios años encima,
Panduro era un tremendo caminador, gran fumador, y de una envidiable salud.
Para él, ir desde la Plaza Alvarado al club Río Segundo, de allí a
Independiente y de paso a Villa Mitre, representaba un reconfortante paseo
nocturno bien comido y mejor “asentado” por adentro. En todos estos destinos
era agasajado como correspondía, aunque nunca lograron embriagarlo. Ignorábamos
los detalles de su actividad deportiva en su mocedad, pero al pasar a la
tercera edad (primer tramo) intervino como buen policía que había sido, a poner
orden dentro de las canchas de fútbol, básquetbol, bochas y donde el deporte se
encontrara y lo convocara, como árbitro. El tiempo, como siempre, se fue
llevando cosas, y entre ellas, el dinamismo de don Antenor, que al entrar en el
terreno de la pasividad física activa, se recostó en el periodismo deportivo.
Lo teníamos en Norte (1967-1974) como cronista “volante” de básquetbol y
bochas. Teníamos en la sección Deporte, como en el resto de la redacción, las
eficientes máquinas de escribir Olivetti y como papel los restos de los rollos
utilizados en las teletipos, de cuarenta metros. Una tarde, a la hora de la
siesta, cayó Antenor, se sentó y comenzó a darle al teclado, mientras consumía
“puchos” en cantidades. Consumió más de un metro de papel, volcando en él,
todas las novedades relacionadas con el básquetbol. Lo observábamos sin decirle
nada (él tampoco nos tenía en cuenta a nosotros), respetando su concentración,
hasta que terminó de consumir el último “pucho” y con ello, su obra maestra. Se
acercó a mi escritorio y me extendió “su obra” diciéndome: “Es mi columna de básquetbol”. Muy bien
don Antenor, ¿y cómo va a titular su columna? “Balconeando el básquetbol salteño desde la cumbre del cerro San
Bernardo”. Aquí el recordado Panduro periodista, aniquiló nuestras pretensiones
de seguir escribiendo. No había manera alguna de hacerle entender que para
dicho título de un material que normalmente se edita en un par de columna, el
presentado por él, era excesivamente extenso. Y don Panduro Diez Arias,
cerrando la breve entrevista con su jefe, abrió la puerta de la sala de
redacción y se fue con su clásico: “¡Poniendo, poniendo!”
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